La tasa de paro
Ella pensaba, creía, que podría hacer frente a los pagos que le irían llegando durante meses, y años.
Esas cosas que podría pagar en el futuro le permitirían disfrutar de cierta comodidad.
Aquella mañana, cuando se levantó y, mientras preparaba la cafetera, parsimoniosamente, puso el dial en la emisora que siempre perdía por llevar el transistor de un lado a otro de la casa, un mensaje palpitó en su frente, como si de un mazazo se tratara.
La tasa de paro había superado el porcentaje previsto.
Juan seguía dormido. El paro le tenía con el sueño cambiado.
A ella a penas le daba tiempo a reflexionar.
Marchaba a trabajar.
En el trayecto, iba pensando en los muchos descalabros que sufrían, pero no tantos como a otros les había tocado.
Iba caminando. Ya no compraba tarjeta para el metro.
Una hora de trayecto, a buen paso, la mantendría en forma.
La calle todavía estaba oscura. Las farolas encendidas entregaban sus últimos latidos.
Llegaría antes de las ocho. En una hora, haría la limpieza de esa escuela, junto con sus compañeras.
Esa tarea era de las más buscadas.
Podía volver a casa y ocuparse de su labores. Así se llamaban.
Por la tarde, tendría un turno más largo.
En total media jornada.
Iban tirando.
Poco a poco, sus ahorros se iban agotando.
Pensaba que en seis meses, si nada lo remediaba, sería duro y difícil hacerle frente.
Tendría que buscar antes.
Se había ofrecido en centros de atención a personas dependientes. En Residencias de ancianos.
Le habían dicho que la llamarían, pero no tenía noticias.
Juan se levantaría a la hora de comer.
Estaba abatido y deprimido.
Ya no tenía ilusión por nada.
Con cincuenta años, era imposible ser admitido en ningún puesto de trabajo.
A él, el paro le había caído en los primeros estertores de esa crisis que estaba en boca de todos.
Al principio, pensaron que podrían hacerle frente, pero ya llevaban así cinco años.
Juan había pasado la noche en blanco.
Cada día le era mucho más difícil conciliar el sueño.
Había dejado de tomar aquellas medicaciones que al principio parecían silenciar su alma.
Lo había hecho por razones económicas.
Ni siquiera iba a las visitas rutinarias, con el psiquiatra.
Todo ello se tenía que pagar, y ya era magra su economía, como para permitirse tales dispendios.
Otros lo pasaban peor.
Luisa conservaba ese trabajo de limpieza en la escuela.
Hubo un momento que la euforia de los tiempos de prosperidad les había hecho pensar en que ella lo dejara, pero como se resistió, pues quería estar activa, hoy podían ir tirando.
Pasaban las horas hasta el amanecer. Boca arriba, mirando al techo y escuchando los sonidos de la noche en la ciudad.
http://www.safecreative.org/work/1106049376089
Aquellos días de prosperidad
Aquellos días de prosperidad quedaron atrás.
No valía la pena seguir lamentando la pérdida.
Juan, había sido uno de los orillados.
En medio de todo, suerte tuvo, porque si no hubiera sido entonces, más tarde la cosa hubiera sido peor.
La primera perdida llevó a las mujeres al hogar.
Luisa había conservado su trabajo de media jornada, porque él estaba en paro ya.
Si no hubiera sido así, en este momento, ni él ni ella tendrían donde caerse muertos.
Pero habían resistido y ahora tocaba revisar la situación de nuevo.
Las facturas les dejaban pocos recursos para sobrevivir.
Esa era la razón por la que ya ni siquiera mantenían una línea de teléfono, ni tenían la luz encendida en las horas oscuras.
Se habían acostumbrado a moverse en la oscuridad, y con la poca claridad que les llegaba del magro alumbrado de la calle, manteniendo las ventanas abiertas.
Si no se recuperaba el país, poco tiempo les quedaba para mantener la vivienda.
Tendrían que cederla y marchar a los barracones que se habían habilitado para las personas sin hogar.
Suerte, también, que no tenían a sus padres y los hijos mayores corrían su propia suerte.
Los abuelos habían durado poco. En el momento que los recortes sanitarios fueron absolutos, ellos cayeron los primeros.